Hay hoy un lenguaje que va más allá de las palabras, y que, contra las corrientes de opinión de varias generaciones que han sido testigo de ese revolución, no es peor que el de ayer. Es más práctico. Como el mundo en que vivimos. El secreto está en descodificarlo. No en vano, el destino del mundo depende, en primer lugar, de los estadistas, pero en segundo lugar, de los intérpretes, de todos aquellos hombres y mujeres que conocen las reglas de los nuevos tiempos. Hubo un tiempo en que la idea había de encajar exactamente en la frase, tan exactamente que no pudiera quitarse nada de la frase sin quitar eso mismo de la idea. Hoy ya no. Hoy nos entendemos de otra manera pese a que Umberto Eco, antes de irse, nos lanzase su particular advertencia: el gran peligro de la globalización es que nos empuja a una megalengua común.
Tratándose la comunicación una edificación que acostumbra a levantarse con los ladrillos de la palabra, se diría que a su alrededor acampan numerosos e inquietantes peligros; como antaño sitiaban castillos y fortalezas las hordas de los bárbaros o como hoy, en pleno siglo XXI, un sector de la sociedad desencantada sale a plantarse a ras de suelo para poner el grito en el cielo. Hay peligro, no ha de negarse. Pero sobre todo por la precariedad del negocio y porque hay gente que sufre con estos nuevos lenguajes. Como si tuviese que aprender chino a los cincuenta años. Una tortura. Sigue leyendo