Sin Palabras

El silencio es el enemigo público número uno de la comunicación. La vieja sentencia, siendo aún vigente aunque sin tanta rotundidad, ha perdido vigencia. Hay imágenes que dicen más que mil palabras y silencios elocuentes, que hablan por los codos. Sin palabras hay mucho que decir. Donde hoy se atrinchera el enemigo de la profesión no es tras esa barricada, más o menos fácil de rebasar con los resortes y recursos del oficio. El problema surge cuando es al periodista a quien le dejan sin palabras, mudo y ciego testigo de cuánto se dice o sucede.

Cada día ocurre con más frecuencia. Políticos, directivos, gentes del deporte… Toda una legión de protagonistas que reclaman, como si fuese un derecho propio, su lugar en la tierra de los medios. Y no siendo suficiente esa desmesura –no corresponde al actor escoger el reparto del día…–, imponen las condiciones en el campo de maniobras: ruedas de prensa donde no se aceptan preguntas (¿para qué entonces?); entrevistas con las preguntas pactadas para mayor gloria del entrevistado; informaciones malintencionadas cuya publicación o emisión se impone con mano de hierro, cual capataz; duros reproches (incluso poniéndole en  riesgo laboral al periodista afectado bajo la amenaza de retirar tal o cual campaña de publicidad si no hay represalias contra él) cuando una “información no gusta”, aun siendo cierta; revisiones exhaustivas de cuanto se va a publicar o emitir con secas advertencias (el “a ver qué cuentas” que tanto duele…), tanto por parte de cuerpos extraños de la redacción como por los propios jefes; jornadas interminables a la espera de que alguien decida, a última hora, “esto no” sin valorar la pertinencia del tema o las horas de trabajo acumuladas en ese “esto”.

No hablo de nada ajeno al viejo oficio de periodista de hoy, vilipendiado por quienes llaman a su puerta (“cosas de periodistas”, dicen,  como si fuese un mantra de la tergiversación, quienes han acudido a ellos con oscuros intereses, usando el crédito del profesional como escudo de sus desmanes…);  maltratado con salarios míseros (nada que objetar a estas alturas, cuando media humanidad se ha equiparado…) y tachado de carroñero por una sociedad poblada de buitres que esperan su dosis diaria de alimento.

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 ¿En nombre de quién hablo? De una legión oscura y silenciosa de trabajadores que ven y callan cuando no debieran hacerlo. No es ese su oficio. Sería fácil gritarles ¡rebelaos! Tan fácil como injusto, cuando el yugo les aprieta, cuando cada día son más gruesas las cadenas. Aquellas que le atan a un puesto de trabajo en el aire y frente al que está prohibido discrepar; cuando son ellos los responsables de sus actos, por mucho que la ley les ampare y obligue al medio a su defensa (lo hará, pero en la inmensa mayoría de los casos habrá una represalia posterior…), cuando otros compañeros aceptan sin chistar las reglas del juego y les miran como a locos si se les ocurre reivindicar un mundo nuevo. Debieran, debiéramos, rebelarnos. Marcharnos cuando nos mandan callar, callarnos cuando nos ordenan hablar, denunciar lo denunciable. Dignificar esta profesión que es de todos.

¿Qué ha pasado? Hoy reinan las maquinitas que hipnotizan al profesional. Basta un móvil de última generación, una PDA, una Tablet o cualquier otra herramienta tecnológica para hipnotizar a los nuevos profesionales, jóvenes (cobran menos) y cautivos de ese mundo tecnológico. Se ha atrofiado (me niego a escribir que se haya perdido) el olfato periodístico, esa intuición que te lleva a detectar una buena historia. La independencia se ha convertido en un término para titulares y no en una reivindicación propia del oficio; el criterio duerme en el fondo de un cajón.

Ya sé que suena a chino mandarín pero es necesario que el periodismo mantenga el compromiso con la sociedad. Este oficio se inventó para acompañar los sueños de libertad del hombre. El periodismo no tiene sentido si no se ejerce como administrador de un derecho ciudadano. Y son ustedes, las personas que hoy pasan por aquí y se han detenido a leer; son ustedes, quienes tienen que exigirnos. Somos, debiéramos serlo, la voz de la conciencia pública y no deben permitir que se apague. Pídannos, exíjannos. Puestos al habla con el periodismo de este tiempo el discurso estremece: la empresa, el 2.0, las tecnologías avanzadas. El periodismo es la calle, con sus grandezas y sus miserias. Y la calle son ustedes.

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